viernes, 22 de abril de 2011

Francisco

Francisco estaba sentado en su mecedora, como todas las noches; no hacía ni diez minutos que había acabado de cenar, y se disponía a realizar su rutinaria sobremesa de siempre. Pero antes de echar mano de las imágenes a elegir, se levantó y fue hacia el baño. Estando allí, se sacó los dientes postizos, los lavó y cepilló con cuidado y los depositó en una taza de porcelana amarilla que tenía a un costado del tocador. Posteriormente, volvió a la sala de estar y buscó en la mesita de luz sus anteojos. Los encontró justo junto a la lámpara que había comprado en un remate de objetos de una vieja casa estilo victoriano que llevaba muchos años desocupada.
Entonces se colocó los anteojos, no sin antes limpiarle los lentes con el borde de su camisa (con una débil bocanada de aliento apenas logró empañar los cristales). Mínimamente satisfecho, se dirigió al aparato de video y seleccionó un disco que no tenía nada impreso en su dorso. Lo insertó en el reproductor, encendió la pantalla, y regresó entonces a su mecedora. Con el control remoto hizo andar el reproductor, y tras una presentación de la temática de ese disco, apareció en pantalla un menú, por sobre un fondo bastante retozado de colores. Ese menú mencionaba sin ningún orden determinado, una lista de muchas ciudades del mundo: Londres, Nueva York, Tokio, Bruselas, Praga, El Cairo, Pekín, Río de Janeiro, etc.. La actividad que llenaba de satisfacción a Francisco, y aquello con lo cual se contentaba y hacía la digestión antes de ir a descansar, era hacer una visita guiada por aquellos lugares. Tras un breve debate mental, Francisco decidió el lugar que visitaría esa noche: París. Nada menos que la capital de Francia, ese centro que a lo largo de su vida siempre había querido visitar, pero la vida le había dado una lección, enfrentándolo con la realidad. Sin embargo, allí estaba, frente a la pantalla, con el control remoto en mano, y a segundos de enmarcarse en su aventura soñada...

A poco de comenzar el video, los ojos de Francisco empezaron a cerrarse, a pestañear, y su cabeza comenzó a dar señales de fatiga. Llegó el hombre a una edad en la cual difícilmente lograba quedarse despierto mucho tiempo al estar sentado.

La visita comenzó. Y así fue que una vista cuasi satelital comenzó a acercarse ondeando hacia la ciudad de París; desde el cielo se observaba una mezcla destellante de colores, verdes, rojos, naranjas, grises, azules, violetas, el panorama colorimétrico de la capital francesa.
Bajo una narración omnipresente, las imágenes se fueron sucediendo como partes de una polaroid: el museo del Louvre, imponente, con una calidad arquitectónica envidiable, y una vez adentro, cientos de trabajos artísticos de elevado nivel técnico... por los pasillos se respira al parecer a través de tenues bocanadas de aire, las luces en algunos lugares se vuelve sutilmente luminosa, en tanto que en varios rincones reina la semi-oscuridad... el recorrido transporta a Francisco hacia el Arco del Triunfo en la Plaza de las Estrellas: la majestuosidad de esta imagen lo hace sentir como si estuviese frente a la boca de un dragón en las cuales confluyen todos los caminos que son las doce avenidas que allí convergen; tomando una de ellas, se aventura Francisco por los Campos Elíseos, una de esas avenidas, y en su recorrido el paso de los autos, el ruido formado por las voces de las personas, las bicicletas pasando, nada se compara con la hilera de árboles que acompañan su trayecto: una vista reconfortante y de cierta seguridad para Francisco. Y qué decir de la Plaza de la Bastilla... en realidad, Francisco nunca tuvo una opinión formada sobre la revolución francesa, pero siempre se dispuso a observar los edificios y las representaciones sólo, o mas que nada, en su aspecto artístico, y evitando complicaciones ideológicas... así es que en cierta forma le pareció noble, pero a la vez le resultó indiferente. A continuación, la catedral de Notre Dame: tantas veces la había visto en imágenes y en películas, que pensó que no iba a sorprenderse, pero se equivocó. Su altura, su imponente estilo gótico sencillamente lo dejó anonadado, sin poder articular impresiones, pero es que aquí las secuencias viajaban en un radio atemporal; imposible medir las reacciones, las acciones, las visiones, para Francisco. Todo se amontonaba y a la vez se estiraba indefinidamente. Francisco volaba; no, no es cierto, pero quizás flotaba por los aires. Su conciencia parecía gravitar levemente por las calles de París. Sus pupilas de dilataron de más cuando ingresó a Monmartre: tantos mitos encerrados en un solo nombre; nombres de artistas, de cabarets, la imagen del Moulin Rouge y de un José Ferrer interpretando al desgraciado artista Toulouse-Lautrec vinieron al recuerdo. Más colores, por doquier. Edificios con grandes cúpulas a lo alto; árboles no tan coposos pero de abundantes ramas. Y la gente. Grupos de jóvenes adolescentes corriendo o caminando, conversando, comiendo, riendo, embelleciendo la ya hermosa ciudad de Paris. Más bicicletas. Y más plazas, caminos liberados, calles empedradas. Al llegar a la torre Eiffel, Francisco detuvo su pensamiento y sólo observó. Luego pensó: ‘si me viese forzado a elegir un solo sitio del cual tirarme, sin duda he aquí la elección’. Procuró no sentirse mareado por la envergadura del monumento; sintió, sin embargo, que la ciencia, los gobiernos, los mas profundos sentimientos, la vida, se le venían encima. De pronto hubo un cambio de visión, de perspectiva, para Francisco; ya no veía a la torre desde la calle, sino que ahora estaba a lo alto, en el mirador, en el punto más alto del monumento. Aprovechó entonces para echar una mirada panorámica a la ciudad de París por última vez, y luego se arrojó aliviado por la borda.

El disco llegó a su fin, y un rato después la televisión se apagó sola. El control remoto quedó apoyado sobre la mesa de luz; los dientes postizos en la taza de porcelana amarilla ubicada en el tocador del baño; los anteojos, en el suelo, a un costado de la mecedora. Y Francisco, estaba allí. Muerto. O en París. O en el aire. Pero su cuerpo, helado, nunca más volvería a viajar.


FIN