viernes, 26 de noviembre de 2010

Música para mis oídos

El siguiente es un escrito breve que goza de varios años de antigüedad, salido de un puñado de otros extraños escritos que recuerdo con simpatía.


Soy un caso especial, pero sería estúpido decir que soy único. La música consigue que pueda imaginarme dentro de una pantalla de cine. La música de películas, en general, consigue sacar los mejores sentimientos de mi ser.

La suavidad con la que suenan las notas más altas del piano, sumados a alguna tenue lluvia de cuerdas como acompañamiento, hacen placentero un momento que, de otra manera, sería solo atractivo.

De tanto en tanto escucho esta música, para no perder la costumbre. El problema ha surgido hace ya un tiempo atrás. Escucho la música, sí, pero no hay ningún reproductor haciéndola sonar. La escucho en mi cabeza. Acompaña mis pasos, adorna las situaciones que vivo día a día. Se reproduce a sí misma con gran fidelidad, y esto contribuye a aislarme de mi contexto a medida que voy viajando de un jugar a otro.

Tengo una curiosidad, en lo cual no he pensado mucho hasta ahora.

He empezado a sentir que alguien me observa constantemente. No me malinterpreten, no se trata de un simple caso de paranoia, sino que pienso que cada uno de nosotros tenemos una especie de cámara que nos sigue de un lado a otro, al mejor estilo ‘gran hermano’ de la novela de Orwell ‘1984’... una cámara que lleva un inventario de nuestras vidas.

Reflexionando sobre ello, he sacado algo en limpio. Nos están observando, no sé si precisamente desde afuera. Nos están observando. Yo, por las dudas, hago buena letra. Yo me porto bien. Y les recomiendo a ustedes que se porten bien, que no hagan el mal, sino el bien. Que quieran a sus semejantes. Ya verán como la música comenzará a sonar en sus cabezas. No me malinterpreten. Ustedes pórtense bien. Tal vez, tal vez algún símil de San Pedro nos esté observando. Solo limítense a no cometer muchos pecados.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

En una noche imborrable

Al terminar la deliciosa función de teatro shakesperiano, salimos del Cervantes con Melina, y aspiramos el aire de la noche en las calles. Presenciamos una gran adaptación de Sueño de una noche de verano... yo le dije que me había quedado impresionado con la puesta en escena, con la imaginación de los decoradores a la hora de recrear el ambiente; Melina, por su parte, se había quedado prendada de la protagonista, de la chica que interpretó a Helena. “Sus ojos parecen decir todo el diálogo, de verdad”. “No sé si habló o no, no recuerdo haberla escuchado... me cautivó su presencia, tan sexual, pero a la vez tan etérea...”. “Me encantaría verla interpretar a la Antígona de Sófocles”. Éstas y otras impresiones intercambiamos con mi pequeña. Digo pequeña aunque no era más baja que yo; simplemente era una especie de protección que proyectaba yo hacia ella.

La noche era placentera; había cierta ventisca, sí, pero era suave. El cielo se encontraba bastante limpio, y la gente caminaba por las calles como si fuera navidad: en ocasiones nos parece que hemos visto a la gente actuar extraño; luego llegamos a la conclusión de que se trata sólo de un efecto (y afecto, porqué no) personal: cuando tenemos lindas experiencias, el mundo se adapta a ellas y nos acoge con comodidad.

“¿No te gustaría poder volar? Digo, como experiencia... siempre hay que estar al tanto de posibles nuevas experiencias...” “Sí, es bueno poder llegar a viejo y contar a mis nietos que era una persona muy alocada y que hacía lo primero que surgía en mi mente”. “Bueno, no me refiero a ser alocado, ni a volverse loco, no se que estás entendiendo”. “Entiendo que querés llevarme a otro lugar, ¿verdad?”. “Así es, de eso hablo; de volar hacia una isla privada, que nos mantenga flotando de aquí para allá”. “Ya veo... querés demostrarme cuánto me querés... ¿es necesario tanto viaje para eso?”

Tomados de la mano, fuimos chapoteando entre burbujas inexistentes, mientras nos acercábamos a la plaza. Melina tenía la mano fría, y la mía le daba abrigo. Las manos tienen vida propia, pues ellas se encargan de hacer las cosas que a veces uno olvida. Cosas que son buenas para el otro; cosas que le recuerdan el afecto, cuando uno está perdido en divagaciones.

“Hace frío, ¿verdad?” “Mmm... yo no lo siento... sé que hay viento, pero no logro sentir el frío”.

Al llegar a la plaza, nos ubicamos en un banquito de madera y nos sentamos, abrazados. Melina me sonreía con esa sonrisa desprovista de maldad. Me gustaba llamarla ‘sonrisa de complicidad’, por el pacto de amor que nos unía. Esa noche pronunciamos aquel, nuestro pacto, la promesa de mantenernos juntos por el resto de nuestras vidas. No pasaría nada la mañana siguiente, pero esa noche supe que iba a ser eterna; los dos, juntos, inseparables, abrazados en la plaza, sin nadie alrededor, con ojos para nosotros mismos, con sentimientos para nosotros mismos...

Cuando pienso en esa noche la siento interminable. El recuerdo de haberla dejado en su casa tras acompañarla caminando hasta la puerta, es imborrable. Tomados de la mano, frenando en cada esquina sólo para besarnos, es inolvidable realmente. En e umbral de la casa de Melina, mirándonos a los ojos fijamente sin decir una sola palabra. El ‘te amo’ de la despedida, todo aquello es imborrable; perdura en mi cabeza por siempre, como así perdura el pacto que repito día tras día.

Y las palabras que ella me susurró al oído antes de abandonarme en el umbral de la puerta de su casa: “prométeme que todas las noches serán como esta noche que hemos vivido... que nuestras noches serán como un sueño de una noche de verano...”


-Muchas gracias, señor. Sí, soy el nuevo empleado. No, el gusto es mío. Adiós, hasta mañana, ¿de acuerdo?


-Ahí va nuestro mejor cliente.

-Es un buen hombre según parece.

-No sé si es un buen hombre. Pero de seguro es un hombre enamorado.

-Lo dice por...

-Así es. Este es el hombre que tiene un contrato vitalicio con nuestra empresa ‘Dreams inc.’. Viene todos los días; nunca falta. Ha programado un sueño repetitivo hace unos treinta años, y no se ha ausentado un solo día desde entonces.

-Ah, ya veo... y vencemos la distancia entre él y su amada.

-Claro. Su mujer murió cuando eran jóvenes.


FIN